Dormías sencillamente el sueño eterno sin que te importara la manera cruel que tuviste de morir ni el que cayeras entre desechos. 

Yo mismo era parte ya de aquellos desechos.

Philip Marlowe

Fue la primera novela de Raymond Chandler y el debut literario de uno de los personajes icónicos del género negro, tanto literario como cinematográfico: Philip Marlowe.

La biografía ficticia de Marlowe sería mil veces más interesante que las biografías auténticas de la inmensa mayoría de la gente. Un Marlowe que lo mismo tiene el rostro de Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Dick Powell, Elliot Gould o James Caan, sin ánimo enciclopédico. ¡Hasta Danny Glover le dio vida en una adaptación televisiva!

Marlowe es la personificación del Noir por antonomasia. Ni siquiera el Sam Spade de Hammett, protagonista de ‘El Halcón Maltés’ e igualmente interpretado por Bogart, alcanza sus ecos y resonancias.

De ahí que su puesta de largo en ‘El sueño eterno’, publicada en 1939, haya que celebrarla como uno de los grandes hitos de la literatura. Y no solo de la negra o policíaca, que en 1999 fue incluido en la lista de ‘Los 100 libros del siglo’ de Le Monde y la revista Time también lo incluyó en su ‘Lista de las 100 mejores novelas’, en el año 2005.

Comencemos por el final de la novela, en el que se explica el sentido último de su título. La muerte, efectivamente. Más allá de la cita que abre este capítulo, Chandler escribía estas clarividentes palabras: “Qué más te daba dónde hubieras ido a dar con tus huesos una vez muerto? ¿Qué más te daba si era en un sucio sumidero o en una torre de mármol o en la cima de una montaña?

Estabas muerto, dormías el sueño eterno y esas cosas no te importaban ya. Petróleo y agua te daban lo mismo que viento y aire”.

No. No vamos a desvelar el nombre del muerto. ¿Para qué? Tampoco es tan importante. Para Chandler, como para Hammett y el resto de los autores del noir auténtico, del hard boiled más duro o descarnado, la trama es algo completamente secundario. Lo importante es el contexto social en que se desenvuelve la acción. Y ahí, ‘El sueño eterno’, se sale. Por ejemplo, esta soflama:

“Soy policía. Un policía  corriente y moliente. Razonablemente honesto. Todo lo honesto que cabe esperar de un hombre que vive en un mundo donde eso ya no se lleva… Dado que soy policía me gusta que triunfe la justicia. No me importaría que tipos ostentosos y bien vestidos como X se estropearan esas manos tan bien cuidadas en la cantera de Folsom, junto a los pobres desgraciados de los barrios bajos a los que echaron el guante en su primer golpe y no han vuelto a tener una oportunidad desde entonces. No me importaría nada. Usted y yo hemos vivido demasiado para creer que llegue a verlo. No en esta ciudad, ni en ninguna ciudad que sea la mitad de grande que ésta, ni en ninguna parte de nuestros Estados Unidos, tan grandes, tan verdes y tan hermosos. Sencillamente no es ésa la manera que tenemos de gobernar este país”.

¿Es o no es ese párrafo de una actualidad estremecedora? Chandler, por boca de Marlowe, hace un análisis frío y radical de la realidad que les rodea. Sin ponerle paños calientes. Chandler, además, trata de mantener íntegro a Marlowe. Y cabal. Al final de ‘El sueño eterno’, un personaje le insulta, llamándole hijo de puta.

“Claro. Soy un tipo muy listo. Carezco de sentimientos y de escrúpulos. Lo único que me mueve es el ansia de dinero. Soy tan avaricioso que por veinticinco dólares al día y gastos, sobre todo gasolina y whisky, pienso por mi cuenta, en la medida de mis posibilidades, arriesgo mi futuro, me expongo al odio de la policía y de X y de sus compinches, esquivo balas, encajo cachiporrazos y a continuación digo “muchísimas gracias, si tiene usted algún otro problema espero que se acuerde de mí, le voy a dejar una de mis tarjetas por si acaso surgiera algo”.

La independencia y la libertad tasadas en veinticinco dólares más gastos. El sueldo justo que permite a Marlowe vivir con estrecheces y sin lujos, pero con integridad y con dignidad. Toda lección de ética y moral, aplicable a los años 40 del pasado siglo y a estos años 20, tan locos y oscuros, del siglo XXI.

Chandler empezó a escribir muy tarde. O, al menos, a publicar. Es el ejemplo perfecto que surge en todas las discusiones literarias sobre la juventud frente a la veteranía, no en vano publicó ‘El sueño eterno’, su ópera prima, a la nada desdeñable edad de 51 años.

Nacido en 1888 en Chicago, tuvo una infancia azarosa. Su padre, un ingeniero que trabajaba en los ferrocarriles, alcohólico, abandonó a la familia. Su madre, de origen irlandés, quiso que Raymond tuviera una buena educación, por lo que le envió a Inglaterra con su familia, donde se educó en los mejores colegios. Eso sí, en vez de ir a la Universidad, anduvo dando vueltas por toda Europa. Fue entonces cuando hizo sus primeros pinitos como poeta, cuentista y periodista. Como reportero no le fue bien, por lo que decidió entregarse a la literatura. Sin embargo, un encuentro inesperado condicionaría su carrera.

Así lo contaba el propio Chandler: “Conocí a un tipo joven de ojos tristes llamado Richard Middleton… poco tiempo después se suicidó. Un suicidio por desesperación, debo decir. Aquel incidente me provocó una gran impresión porque Middleton me había noqueado con su talento, muy superior al que yo jamás llegaría a tener. Si él no pudo salir adelante, sería bastante complicado que yo lo consiguiera”.

Así las cosas, en 1912 volvió a Estados Unidos, empezó a hacer cursos de contabilidad e, instalado en Los Ángeles en 1913, trabajó en lo que le iba saliendo, de recoger fruta a encordar raquetas de tenis. En 1917 se enroló en el ejército canadiense y combatió en las trincheras francesas durante la I Guerra Mundial. Se infectó con la injustamente llamada Gripe Española y pasó bastante tiempo hospitalizado.

Tras el armisticio, Chandler volvió a Los Ángeles e inició una relación sentimental con Pearl Eugene Pascal, conocida como Cissy, madre de un compañero de armas y que le sacaba 18 años de edad. Se casaron en 1924 y Chandler continuó con la que ya era su carrera profesional: empleado de banca, contable y contador, a pesar de su sólida formación humanística. Y no le iba mal: en 1932, a sus 44 años de edad, era vicepresidente de una renombrada compañía petrolífera. Sin embargo, su alcoholismo galopante, su inveterada tendencia a no aparecer por la oficina o, cuando aparecía, su tendencia a acosar a las secretarias; terminaron por pasarle factura y acabó despedido y en la calle.

Y ahí le tenemos, acercándose peligrosamente al medio siglo de vida, en lo más crudo de la Gran Depresión, tratando de ganarse la vida escribiendo cuentos para revistas pulp como Black Mask. Los pulps eran las peores revistas del mercado, realizadas con el papel de más baja calidad, como explicamos anteriormente. Un producto de consumo inmediato. De usar y tirar. Puro entretenimiento para los lectores populares. Revistas de crímenes con portadas chillonas e impactantes que trataban de llamar la atención de la gente que pasaba por los quioscos de prensa, en dura competencia con los cómics.

Así contaría el propio Chandler su afición al pulp, casi tan inveterada como su pasión por el bourbon: “Dando vueltas en coche por toda la Costa Oeste, empecé a leer esas revistas pulp porque eran lo suficientemente baratas como para tirarlas después de leerlas y porque nunca le presté atención ni me interesaron para nada las llamadas ‘revistas para mujeres’. Eran los tiempos gloriosos de Black Mask (si se les puede llamar gloriosos) y me sorprendió la fuerza y la honestidad de aquella escritura, más allá de su rudo aspecto. Decidí que podría ser un buen camino para tratar de aprender a escribir ficción y, a la vez, cobrar por ello, aunque no fuera mucho dinero. Invertí cinco meses en escribir una novelita de 18.000 palabras y me pagaron 180 dólares. A partir de ahí, nunca volví a mirar atrás, aunque pasé largos periodos muy complicados mirando hacia delante”.

Entre 1933 y 1939, Chandler publicaría 19 relatos a través de los que fue puliendo un estilo muy personal de escritura, cargado de una melancólica poesía. Y eso que, al principio de su carrera, Chandler trataba de imitar el estilo de uno de los más renombrados cuentistas pulp de la narrativa estadounidense: Dashiell Hammett, el otro gran pilar de la literatura negra norteamericana. ¿Les suena?

En su proceso de ‘aprendizaje’ y además de apuntarse a un curso de escritura por correspondencia, Chandler utilizó una técnica muy especial, tal y como cuenta José Luis Garci en su libro ‘Noir’: copiar a máquina, íntegra, una de las novelas de Perry Mason. Página a página y palabra por palabra. Lo hizo “con la intención de estudiar su estructura, analizar la importancia de los personajes intrascendentes y observar, sobre todo, la extensión de las descripciones, ni largas ni cortas, para aprender a narrar sin apresuramientos”.

En ‘El sueño eterno’ hay un buen puñado de extraordinarias descripciones, pero esta me parece un ejemplo perfecto, la quintaesencia del estilo de Chandler. Tras señalar que la mitad de los buzones del edificio en que le habían citado carecían de nombre, Marlowe se explica: “Muchos apartamentos vacíos y muchos inquilinos que preferían el anonimato. Dentistas que garantizaban las extracciones sin dolor, agencias de detectives sin escrúpulos, pequeños negocios enfermos que se habían arrastrado hasta allí para morir, academias de cursos por correspondencia que enseñaban cómo llegar a ser empleado de ferrocarriles o técnico de radio o escritor de guiones cinematográficos… si los inspectores de Correos no les cerraban antes el negocio. Un edificio muy desagradable. Un edificio donde el olor a viejas colillas de puros siempre sería el aroma menos ofensivo”.

El estilo seco y cortante de Chandler se fue llenando de imágenes repletas de luz: “Los tobillos eran esbeltos y con suficiente línea melódica para un poema sinfónico”.

De luz… y de sombras. Por ejemplo, el momento en que Marlowe entra a la librería de Geiger, la primera pista que tiene que seguir, y se encuentra con la mujer encargada de atender el establecimiento: “se levantó despacio y se dirigió a mí balanceándose dentro de un ajustado vestido negro que no reflejaba la luz. Tenía largas las piernas y caminaba con un cierto no sé qué que yo no había visto con frecuencia en librerías. Rubia de ojos verdosos y pestañas maquilladas, se recogía el cabello, suavemente ondulado, detrás de las orejas, en las que brillaban grandes pendientes de azabache. Llevaba las uñas plateadas. A pesar de su apariencia anticipé que tendría un acento más bien plebeyo”.

Las otras fuentes de documentación de Chandler para escribir ‘El sueño eterno’ fueron de lo más singular: un manual de dudas de los agentes de policía, libros de medicina forense, toxicología y sistemas de interrogatorio. También contaba con su capacidad de reproducir en un texto escrito los diferentes ambientes por los que pasaba y, por supuesto, la prensa diaria, de la que era un ávido lector.

Contar la trama de ‘El sueño eterno’ y salir airoso del empeño es una misión más imposible que las de Tom Cruise en su célebre saga cinematográfica. Solo diremos que Marlowe recibe el encargo de neutralizar a un ventajista que quiere cobrarle 5.000 dólares al general Sternwood. Le ha hecho llegar al rico y poderoso magnate petrolífero unos pagarés firmados por su hija, la aniñada e infantil Carmen. Que, por otros lado, no era del todo fea.

El general Sternwood parece estar en las últimas. Recibe a Marlowe en un invernadero lleno de orquídeas, una planta que tampoco parece entusiasmarle: “Son muy desagradables. Su carne se parece demasiado a la de los hombres. Y su perfume tiene la podredumbre dulzona del de una prostituta”.

¿Y si, en realidad, el general no estuviera tan mal, a pesar de su invalidez? Eso sí, el cóctel al que hace referencia en su conversación con Marlowe, tres cuartas partes de champán frío como el invierno y una cuarta parte de brandy, suena un poco heavy. Marlowe, sin embargo, es más directo y sencillo. A la pregunta de cómo le gusta el brandy, responde de forma seca:

—De cualquier manera.

En la película de Howard Hawks, será algo más obsequioso. ¿E ingenioso?:

—En un vaso.

Detalles. Gestos. Palabras. Pocas, pero justas. Y oportunas. Letales, a veces.

Como decíamos, el general tiene dos hijas. Jóvenes. Es el pecado de haber sido padre con más de cincuenta años. No se deja engañar por ellas. “Las dos siguen caminos de perdición separados y un tanto divergentes. Vivian es una criatura malcriada , exigente, lista e implacable. Carmen es una niña a la que le gusta arrancarle las alas a las moscas. Ninguna de las dos tiene más sentido moral que un gato. Yo tampoco. Ningún Sternwood lo ha tenido nunca”.

¿Se puede decir más con menos palabras?

Más adelante, una de esas adorables criaturas apelará a lo que parece la maldición de los Sternwood: “Somos de su sangre. Eso es lo peor. No quiero que se muera despreciando su propia sangre. Siempre ha sido sangre sin freno, pero no necesariamente podrida”.

Insisto en que es mejor no adentrarse en la trama. Digamos que hay de todo, desde pornografía y prostitución a drogas, juego, chantaje y muerte. Mucha muerte. Muerte por doquier. Y el destino, siempre el destino, en busca de cobrarse sus piezas.

Este párrafo es una inmejorable muestra: “Me gusta la ruleta, sí. A toda la familia Sternwood le gustan los juegos en los que pierde, como la ruleta, o casarse con hombres que desaparecen o participar en carreras de obstáculos a los cincuenta y ocho años para que les pisotee un caballo y quedar inválidos de por vida. Los Sternwood tienen dinero. Pero todo lo que el dinero les ha comprado ha sido la posibilidad de volver a intentarlo”.

Normal que para Marlowe, una de las hermanas Sternwood fuera “estupenda para un fin de semana con mucho ritmo, pero un poco cansada como dieta estable”.

No es de extrañar que la trama de ‘El sueño eterno’ fuera tan enrevesada: después de publicar sus cuentos en Black Mask, Marlowe decidió aprovechar el trabajo y, para su debut literario decidió entremezclar los argumentos y algunos de los personajes de dos de sus relatos, ‘Killer in the rain’, de 1935; y ‘The Curtain’, de 1936. En ambas novelas había un padre poderoso y rico y una hija díscola. Ahí están la génesis del General, Vivian y Carmen. Además, aderezó la historia con toques de otro par de cuentos: ‘Finger Man’ y ‘Mandarin’s Jade’.

Esta fórmula de autofagia, este copy/paste analógico con papel y tijeras, le acarreó algunos problemas al autor, como tendremos ocasión de comprobar cuando hablemos de la adaptación al cine de ‘El sueño eterno’.

Otro rasgo esencial de la literatura de Chandler, que en esto sí va muy de la mano de Hammett, es el humor. Negro y sardónico. De ahí que ambos compartan su pasión por los diálogos cortantes y la brillantez en las réplicas y contrarréplicas.

Finales de capítulos como este: “Ninguno de los dos ocupantes de la habitación repararon en mi manera de entrar, aunque solo uno estaba muerto”. O esta manera de encontrar a una persona tumbada en el suelo: “Su ojo de cristal me lanzaba brillantes destellos y era —con diferencia— lo más vivo de toda su persona. Me bastó una primera inspección para comprobar que los tres disparos habían dado en el blanco. X estaba francamente muerto”.

Y mucha atención a este diálogo con un polizonte, que le pregunta a Marlowe:

“—¿Por qué tendría que mostrarme tan considerado?

—Da buenos resultados ser amable conmigo, capitán. Y lo contrario también es cierto”.

Es importante destacar, también, que los personajes femeninos tienen una gran importancia en ‘El sueño eterno’, más allá de las dos hermanas Sternwood. La tercera en discordia, aquella librera tan poco convincente, es uno de los más interesantes. Lista y hábil, sabe que necesita a un hombre que la saque de toda la podredumbre que la rodea. Pero no tiene suerte en sus elecciones. “—Tipos que sólo son listos a medias— dijo con un cansado resoplido—. Eso es lo único que consigo. Nunca un tipo que sea listo de principio a fin. Ni una sola vez”.

Un personaje así despierta las simpatías de Marlowe, que la obsequia con una sonrisa a pesar del encontronazo que acaban de tener. Y le pregunta:

“—¿Le he hecho mucho daño?

—Usted y todos los hombres que he conocido”.

Y una frase que es toda una declaración de principios y que debería ser una máxima en talleres de escritura. Marlowe se sienta en su despacho, en penumbras, a pensar en la historia que le ha contado uno de los personajes. Después de darle vueltas llega a la siguiente conclusión: “Parecía demasiado fácil. Poseía la austera sencillez de la ficción en lugar de la retorcida complejidad de la trama”.

Terminamos este repaso por ‘El sueño eterno’ recordando uno de esos párrafos que, como diría Kurtz, te perforan el cerebro como si fuera una bala de diamante: “Cree que X no es más que un jugador. Pues yo estoy convencido de que es pornógrafo, chantajista, traficante de coches robados, asesino por control remoto y sobornador de policías corruptos. X es cualquier cosa que tenga un billete colgado. No trate de venderme a ningún mafioso de alma grande. No los fabrican en ese modelo”.

Ni que decir tiene, la novela de Chandler está narrada en una excitante primera persona que convierte a Marlowe en el narrador. Todo lo que él va sabiendo es lo que sabrá el lector. Ni más ni menos. Aunque no sea poco. Asistir a las interpretaciones de la realidad de Marlowe y a su insobornable profesionalidad, tasada en 25 dólares diarios más gastos, como ya sabemos; es un lujo que conviene regalarse de vez en cuando.

Terminamos este capítulo dándole de nuevo la palabra al maestro José Luis Garci, cuando señala que, con la publicación de ‘El sueño eterno’, las historias “de detectives, rubias de armas tomar, polis corruptos y crímenes caprichosos, no volverían a ser lo mismo. Empezaba una nueva era para la novela”.

Jesús Lens