“No creo que digas en serio que tienes la intención de cambiar de vida.

Pero, ¿es que acaso crees que existe alguna otra que merece la pena?

No la hay, te lo aseguro yo”.

Rico, a su amigo Joe

Es cierto que hay otras vidas. Para algunas personas, sin embargo, no merecen la pena. Para Rico, por ejemplo, el protagonista total y absoluto de ‘El pequeño César’, la novela con la debutó W.R. Burnett en el mercado editorial y que tanta fama le dio.

Conoceremos a Rico en uno de los arranques novelísticos más potentes de la historia de la narrativa negra clásica norteamericana. Un ‘in media res’ de antología.

El jefe de la banda, Sam Vettori, asiste a una partida de póker en la que juegan Otero, Tony Passa y Rico, su lugarteniente. Matan el tiempo a la espera de que llegue Joe, el guapo del grupo. Le necesitan. Porque será él, el bonito de cara, quien les abra las puertas del garito que piensan atracar.

Rico se muestra desdeñoso. Y profético:

“—No te fíes demasiado, Sam— murmuró—. Un día u otro dará un paso en falso. Ten presente lo que te digo: acabará traicionándonos. Cuando uno es un hombre de verdad, no se hace pagar por bailar con mujeres”.

En apenas dos páginas, ya lo sabemos todo de la banda de Sam Vettori. Todo lo importante. Cuál de sus hombres es frío como un témpano de hielo, quién se comporta de manera más emocional y quién lleva la voz cantante. Nada como una partida de naipes y una tensa espera para mostrar el verdadero rostro de una banda de gángsteres.

Porque estamos en Chicago y, aunque en la novela no se dice en qué año transcurre la acción, Burnett publicó ‘El pequeño César’ en 1929, en lo más crudo de la Ley Seca.

Estamos en los famosos ‘Roaring Twenties’, los Locos Años Veinte que terminaron abruptamente con el crack de 1929, precisamente. Unos años con una banda sonora muy definida: “Vettori tenía su pequeña oficina en el piso principal (del Club Palermo). A través de la pared de oía la orquesta, pero no le prestaba atención porque estaba muy acostumbrado a escucharla. El sonido del jazz era para él como el tictac de un reloj”.

En aquellos tiempos, la proverbial violencia de los gángsteres ya no estaba tan bien vista como a principios de siglo. Al menos, no se toleraba de la misma manera. Aquellos cowboys del Far West que habían cambiado sus caballos por los Ford y sustituido los colts y los winchester por la Thomson, popularmente conocida como Tommy Gun; tenían que moderar sus impulsos sanguinarios y su inveterada tendencia a resolver a tiro limpio cualquier contingencia.

Una campaña en la prensa había puesto en el ojo del huracán a los violentos atracadores de gatillo fácil. Por eso, el golpe que planeaba la banda de Vettori tenía que ser limpio, inmaculado como una patena. ¿El problema? Que Rico era precisamente eso: un pistolero con querencia por abrir fuego, atesorador de muchas papeletas para hacer honor al célebre ‘Vive deprisa, muere joven y dejarás un bonito cadáver’. O no. No a lo de dejar un bonito cadáver… si te acribillan a balazos y te dejan en el cuerpo más agujeros que tiene un queso gruyere.

Su socio y admirador número uno, Otero, lo tiene claro: cuando su pareja, apodada como La Foca, le plantea cambiar de vida y dedicarse al contrabando de cerveza, un negocio mucho menos estresante, sabe bien lo que hará:

“—Seguiré con Rico.  ¿Qué importa lo que me pueda pasar? No tengo familia. Tenía un hermano, pero lo mataron.

—¿La policía?

—No. Los rurales. Estaba con Pancho Villa.

—¿Quién diablos es Pancho Villa?

—Un gran hombre, como Rico”.

Ahí está la dimensión mítica del personaje. En las siguientes páginas de ‘El pequeño César’, Burnett nos lo irá describiendo minuciosamente a través de sus tics, sus comportamientos y, sobre todo, a través de sus acciones. Nada de largas descripciones que ahonden en la psicología del personaje. Caesar Enrico Bandello, conocido como Rico, es quien es porque hace lo que hace.

Después de ver cómo se peina minuciosamente con un pequeño peine de marfil, Burnett sentencia: “Era un hombre simple; solo existían tres cosas en el mundo que merecieran su atención: él mismo, sus cabellos y su revólver… y a las tres les dedicaba un esmerado cuidado”.

A Rico, las mujeres le interesan lo justo. Desde luego, no lo suficiente como para regalarles un buen pedrusco. “Eres frío, Rico. No te gusta el alcohol ni te agradan las mujeres. No vales para nada”, le dice ‘Mamá’ Magdalena, su confesora y bajo cuyas faldas se refugia cuando necesita consuelo. “Las mujeres me gustan de vez en cuando, pero no hasta el punto de regalarles brillantes”, le espeta Rico.

Atracos, violencia, desconfianza… y cambio de papeles. ¿Había pasado la época de Vettori y había llegado la de Rico? Al gángster le acompañaba la suerte e inspiraba miedo allá por donde pasaba. Una combinación letal.

Es hora, pues, de cambiar vestimenta para mostrar al público su cambio de status, su ascenso profesional. Lucir unos guantes de gamuza amarilla y sustituir un alfiler de corbata en forma de herradura por un grueso rubí rodeado de diamantes era una manera no solo de llamar la atención, sino de demostrar poder. Y de hacer ostentación de la riqueza. Una costumbre que, con el paso del tiempo, no ha cambiado en exceso. Cambias un traje de color vistoso por un chándal y el alfiler de la corbata por una cadena de oro y te plantas en la narcocultura más moderna y contemporánea.

Rico va cambiando. Tiene un plan. En uno de los fragmentos más filosóficos de la novela, Burnett lo describe así: “Lo que le distinguía de sus compañeros era la incapacidad que tenía para vivir solo el momento presente. Parecía un individuo que estuviera haciendo un largo viaje en tren hacia la tierra prometida. El presente era una simple e insignificante estación ferroviaria del trayecto; su mirada estaba fija en el final del viaje. Tal era la mentalidad de los hombres que desean triunfar”.

El tren, como el tranvía en el caso de ‘Perdición’, como metáfora de la vida. El viaje. El infinito viajar. Y el ego, como sello para el destino. La costumbre, el vicio casi, de comprar los periódicos en los que se escribe sobre sus fechorías. Su gusto por recortar esas noticias, sobre todo si llevan foto, y coleccionarlas como si fuesen cromos. Una especie de siniestro currículum profesional.

Poco a poco, Rico sigue ascendiendo en la escala criminal. Y llegará a codearse con la creme de la creme de Chicago, invitado a la casa del mismísimo Big Joe. ¿Casa? Mansión, más bien. Y se le caía la baba viendo el lujo y la suntuosidad de la residencia.

—“¿Ves aquel cuadro que hay allí?”— pregunta Big Boy, ufano y orgulloso. “Pues es una reproducción de un Velázquez”.

A Rico, el tal Velázquez le traía sin cuidado. Lo que le hacía rechinar los dientes era el precio de una sencilla reproducción de un cuadro famoso. La conversación entre los dos gángsteres siguió girando en torno al dinero.

O los libros, igualmente símbolo de estatus. Así lo explica Big Boy: “Tengo también una biblioteca y un montón de cosas que no me sirven de nada. El otro día hablaba con un ricachón y me decía que había sido un tonto por comprar una biblioteca con libros de verdad; él tiene una como dos veces la mía, y sin embargo, los libros son simulados. ¡Pero qué demonios! Si uno ha de tener una biblioteca, lo mejor es hacer bien las cosas. Yo tengo tantos libros auténticos, que solo con mirarlos ya le entra a uno dolor de cabeza”.

¿No es toda una declaración de principios? Cuando las cosas se tuerzan, Rico seguirá confiando en sí mismo. “Aunque llueva no me mojaré”, señala. ¡Cómo no recordar el título de una de las grandes novelas de nuestro querido Juan Madrid, ‘Los hombres mojados no temen la lluvia’.

Y es que, en el mundo de los bajos fondos y en los ambientes gangsteriles, la vida transcurre más rápido. Un día estás arriba, casi tocando las estrellas con la punta de los dedos, y al día siguiente te ves huyendo por las alcantarillas, metido en el fango más pestileste.

“La policía le buscaba y la cosa era grave. ¡Adiós cigarros, dólares, vajilla cara, trajes de etiqueta, comodidad y seguridad. ¡Adiós a todo!… Era muy duro aceptar la idea de que esto era ya casi mítico”.

Recuerdos. Momentos que se perderán como lágrimas entre las gotas de la lluvia. Como aquel en que los miembros de su banda le aclamaron en el Palermo Club al sobrevivir a un intento de asesinato. Como la conquista de la  amante de uno de sus rivales. Papel mojado.

Sí. Efectivamente, hay mucho de Al Capone en ‘El pequeño César’. ¿Cómo no iba a ser así, si Al Capone era el auténtico rey de Chicago en aquellos años?

Tras disfrutar de una turbulenta juventud en Nueva York, Capone se mudó a Chicago en 1919. Junto a su amigo Johnny Torrio, se integró en la banda del tío de este, ‘Big Jim’ Colosimo. Cuando Colosimo fue asesinado, posiblemente por el propio Capone, Torrio se convirtió en el jefe y Capone en su lugarteniente más cercano. En su mano derecha. El statu quo se mantuvo hasta 1925, año de la retirada más o menos voluntaria de Torrio.

Fue entonces cuando Capone se puso a los mandos de su gente y acabó con todas las bandas rivales, incluyendo la su archienemigo Bugs Moran, a través de sangrientos tiroteos. La famosa masacre del día de San Valentín, ejecutada el 14 de febrero de 1929, sigue siendo la más conocida de todas ellas.

Más allá de los atracos a mano armada, Capone y su gente manejaban todo el submundo criminal de Chicago: juego, prostitución, drogas y, durante la Ley Seca, el negocio más productivo de todos: el contrabando de alcohol.

Los Locos Años Veinte, desmadrados, siguieron a la I Guerra Mundial y a la no menos letal pandemia de Gripe Española que mató a 50 millones de personas. La consigna era divertirse a toda costa. Años en los que la vida valía muy poco y era fácil enriquecerse hasta el paroxismo… si no se tenían demasiados escrúpulos. Pocos escrúpulos para dedicarse a la mala vida o para especular en la Bolsa, el gran negocio del siglo. Hasta el crack del 29, pero esa es ya otra historia.

A William Riley Burnett, todo eso le pilló bien de cerca. Nacido en Ohio, en 1899, se dedicó a ejercer un trabajo como administrativo después de estudiar periodismo. Mientras, escribía compulsivamente. De aquellos primeros años datan más cien cuentos cortos y cinco novelas que jamás vieron la luz.

Con 28 años, se mudó a Chicago. Llegó en el año 1927, en plena edad de oro del gangsterismo más salvaje. Su primer trabajo le llevó a ocupar el turno de noche en la recepción del sórdido hotel Northmere, en pleno centro de la ciudad. Y ahí fue cuando empezó con las malas junteras: boxeadores sonados, matones, estafadores, jugadores y vagabundos fueron sus compañeros de fatiga.

Esta experiencia callejera, unida a sus bien entrenadas dotes literarias y a su formación periodística desembocaron en ‘El pequeño César’, publicada en 1929 y que tuvo un éxito inmediato. Tanto que no tardó en ser llevada a la pantalla.

Dos años después de publicada la novela, en 1931, se estrenaba ‘Little Caesar’ en los cines de todos los Estados Unidos. Producida por la Warner y dirigida por Mervyn LeRoy, el personaje de Caesar Enrico Bandello fue interpretado por un casi principiante Edward G. Robinson, papel que le catapultó a la fama.

Conocida en España como ‘Hampa dorada’, la película se convirtió en un clásico inmediato del cine de gángsteres. Cerca de cien años después, sigue apareciendo en las listas de las mejores películas policíacas de todos los tiempos y, de hecho, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos conserva una copia de la cinta como oro en paño. Y un detalle curioso: el guion fue nominado al Oscar, que aquel año celebraba su… cuarta edición.

Ver ‘Hampa dorada’ es trasladarse en el tiempo. El realismo que muestran sus imágenes te transporta a las postrimerías de aquellos locos años que, al entrar en la década de los 30 del pasado siglo, ya se tornaban oscuros y dramáticos.

Destacan los coches de época, tan modernos entonces, piezas de museo hoy en día. Y las ametralladoras. Las célebres Tommy Gun que todos tenemos en el imaginario colectivo cuando se trata de hablar de gángsteres. Y las ropas de Rico: a pesar de que la película es en blanco y negro, se aprecia lo ostentoso de las joyas y trajes.

Algunos de los actores vienen del cine mudo. Se nota en su sobreactuación. Todavía faltaba tiempo para las interpretaciones realistas de Brando & co. En ‘Hampa dorada’ nos sorprende la vistosa gestualidad, esas manos al aire, esos ademanes impetuosos.

La película sigue el hilo argumental de la novela, pero es más explicativa que el texto de Burnett. Digamos que empieza antes, con Rico y su amigo Joe Massara, interpretado por un jovencísimo Douglas Fairbanks Jr. cenando en un Diner de carretera, en una noche cerrada, después de haber atracado una gasolinera. Van camino de Chicago. Rico quiere salir en los papeles y ocupar su espacio en la sección de Sociedad de los periódicos. Si para ello tiene que protagonizar la de Sucesos, cuantas veces sea necesario, no tiene empacho alguno.

Mientras que Rico se une a la banda de Sam Vettori, Joe se hace bailarín. Aun así, le echa una mano a su amigo en el atraco al club en el que baila, durante una fiesta de Nochevieja.

En la novela de Burnett, la relación de Rico y Joe es más fría y distante. En la película, sin embargo, se convierte en el auténtico motor dramático: Joe se quiere alejar como sea de Rico y su gente mientras que este, preocupado por si se va de la lengua, trata de atraerle. Y, cuando no lo consigue, hará por matarle.

La de Rico y Joe se podría definir como una relación complicada. De hecho, la pulsión homosexual entre Rico, Otero y Joe es más que perceptible. En su novela, Burnett hace que Rico salga con la chica de Artie, uno de sus enemigos, que tratará de matarle por ello. Y por otras cosas. En la película, la admiración de Otero por su jefe raya lo homoerótico —de hecho, tratará de matar a Joe, su ‘rival’— y los recelos de Rico sobre Joe van más allá de lo que sabe sobre su vida criminal: le odia por salir con una mujer y bailar con ella. Pero también le ama. De ahí que le cueste tanto trabajo apretar el gatillo cuando le tiene a tiro.

Después del estreno de la película, Burnett escribió una airada carta al productor, quejándose por la inequívoca conversión de Rico en gay: él lo había creado como un personaje heterosexual.

El final de la película, con el tiroteo frente al gran cartel que anuncia la actuación de Joe Massara y Olga, su novia y compañera de baile; resulta de lo más poético. Como la conversión del personaje de Rico, que cambió la botella de leche por el frasco de alcohol y al que solo el orgullo hará salir del agujero en que está escondido.

La frase final de la novela sí está reproducida en la película, aunque con un sentido diferente: “Señor, Señor: ¿será este el final de Rico?” Un cliffhanger de libro. O de película, según se mire. Un cliffhanger de manual, en cualquier caso.

Jesús Lens