Mientras trabajaba en las relaciones literario-cinematográficas de ‘Cosecha roja’ y antes de ver ‘Muerte entre las flores’, hice un alto en el camino para volver a leer ‘La llave de cristal’, dado que la película de los hermanos Coen es una combinación de las tramas, la atmósfera y los personajes de ambas novelas de Dashiell Hammett.

‘La llave de cristal’ es otra de las historias del autor norteamericano que apareció publicada por entregas en la revista Black Mask. En este caso, en 1930. Posteriormente se publicó como libro en 1931.

Para mí, es la novela más universal de Hammett y, por desgracia, la más actual, al tocar el siempre espinoso tema de las relaciones entre la política y el crimen organizado.

El protagonista de la historia es Ned Beaumont, otro outsider al que conocemos instalado en una indeterminada ciudad del Este de los Estados Unidos que se encuentra en plena campaña electoral. Ned trabaja para Paul Madvig, una mezcla de gángster y conseguidor político cuyo tráfico más productivo parece ser el de votos y sufragios electorales.

Ned es una mezcla de guardaespaldas y consejero. Lo que hoy podríamos definir como coach o, más científicamente, un spin doctor. Una especie de Iván Redondo del siglo pasado, pero con puño de hierro. Más que un gurú, el spin doctor sería un profesional de la política que se implica en tácticas manipuladoras e ingeniosas que pretenden manejar al electorado, a los donantes y a la opinión pública a su conveniencia.

De hecho, pueden defender y trabajar una opción y para la contraria. Son profesionales… o mercenarios. No actúan por ideología, compromiso o convencimiento. Lo hacen por dinero. Y ahí radica el hilo argumental de ‘La llave de cristal’. Aún así, conste en acta, Ned está personalmente más involucrado en la historia que otros personajes de Hammett.

Su relación con Paul es más cercana: el gángster le sacó del arroyo y le aupó a una posición de privilegio, por lo que se siente impelido a cuidar sus pasos y cubrirle las espaldas.

Ned, además, arrastra un problemilla con el juego: tiene una mala racha y está perdiendo hasta la camisa. Paul quiere echarle un cable, pero entonces, ¿qué gracia tendría eso de jugar? Máxima atención a la descripción de una forma de entender la vida y marcar el sino de un personaje:

“Escucha, Paul, no se trata solamente del dinero… llevo dos meses sin ganar una apuesta, y eso me deprime. ¿De qué sirvo si se me acaba la suerte?… El dinero tiene no poca importancia, pero no es la cuestión esencial. Es el efecto que tiene sobre mí esto de perder, y perder, y perder”.

Paul Madvig, por su parte, también uno o dos problemas. El más importante, que es un tipo impulsivo, un self made man hecho a sí mismo que utiliza más y mejor los puños que la cabeza. De ser un correveidile de la mafia local ha escalado hasta lo más alto de la pirámide criminal la ciudad. Y su siguiente paso es terminar de legitimar su posición casándose con la hija de todo un senador. Como contrapartida, tiene que hacer campaña en su favor para asegurar su reelección en la siguientes elecciones. Y esto, a Ned, no le gusta. Lo ve tan claro como el barro.

Para que la capa de barniz sea creíble y completa, en aras de legitimar su imagen, Paul Madvig lanza a la policía y a la fiscalía contra Shad O’Rory, otro gánster local, comenzando una guerra entre bandas. Y en mitad de este tenso escenario, un cadáver imprevisto lo complica todo: el cuerpo sin vida de Taylor Henry aparece en China Street. Lo que no tendría mayor importancia… si no fuera porque es el hijo del senador por cuya reelección trabaja Paul. Y porque la calle China está muy cerca de la oficina de Paul. Y porque Paul no reacciona como se supone que debería reaccionar al enterarse de la muerte del muchacho. ¿Qué demonios está pasando?

Llegados a ese punto, una serie de anónimos que acusan a Paul del crimen de Taylor Henry empiezan a circular por la ciudad. Y periódico local se hace eco de ellos. ¿Quién los está escribiendo y por qué?

Ned Beaumont empieza a trabajar en el caso. Y, como siempre ocurre con los antihéroes de Hammett, no se limita a preguntar, husmear e investigar: de forma más o menos sutil, obliga a los rivales de Paul a hacer los movimientos que considera más apropiados y necesarios a su causa, iniciando una partida de ajedrez de incierto resultado y en la que no tardarán en empezar a caer fichas, una detrás de otra.

En ‘La llave de cristal’, al contrario que en ‘Cosecha roja’, Ned no se limita a sembrar la discordia, ver los toros desde la barrera y disfrutar del espectáculo, sino que se enfanga hasta lo hondo, de ahí que acabe metido en un marronazo de lo más crudo: se lleva una de esas palizas que salpican sangre desde las páginas del libro. El severo correctivo que le propina el lugarteniente de O’Rory, duele al lector. Su estoicismo y su capacidad de encaje, sin embargo, le emparenta con esos samuráis a los que tanta referencia hicimos en el capítulo anterior.

Las mujeres de ‘La llave de cristal’ son menos poderosas que nuestra admirada Dinah Brand, pero más complejas. Y, una de ellas, acomplejada. La otra, Janet Henry, hija del senador y hermana del muerto, es fuerte y decidida. Y contradictoria. Su relación con Ned y con Paul es de lo más ambivalente. Y provocativa.

Lo mejor de las tramas de Hammett es cómo su protagonista, con cada acción, provoca reacciones que cambian el panorama y hacen tambalearse el suelo que pisan los demás personajes. Nada es seguro. Nada es definitivo. Nada es sólido. Como la vida misma. Justo por eso, el entorno cambiante de las novelas de Hammett las hace tremendamente contemporáneas y perdurables, paradójicamente.

Las contradictorias y tensas relaciones entre la política y los medios de comunicación también están perfectamente reflejadas en la novela. Y el trabajo de los grupos de presión en unas elecciones. Y los matrimonios de conveniencia y las relaciones de poder. De ahí el título de la novela: la llave de entrada que pretende utilizar Paul para acceder a la alta sociedad es quebradiza, precaria y etérea. Delicada. Porque en las altas esferas se protegen entre sí, se cuidan y se respetan. Y están especializadas en repeler a advenedizos y nuevos ricos que huelen a arrabal.

Estilísticamente, ‘La llave de cristal’ no está escrita en primera persona. En este caso pasan muchas cosas fuera del radar del que hubiera sido el lógico narrador, Paul Beaumont. De hecho, él se lleva alguna sorpresa que otra. Sobre todo, las broncas y peleas con el propio Paul, su socio y amigo, que le imprimen un giro sorpresivo a la trama. Una de peleas, a puñetazo limpio. ¿Cómo habrán podido llegar a esa situación? ¡Ay, los cuernos, los egos y las suspicacias!

‘La llave de cristal’ es una de las mejores novelas de Hammett, en la que las relaciones de poder y las connivencias entre las altas esferas y los bajos fondos quedan bien retratadas, desnudadas y escenificadas. Una novela atemporal y universal, por desgracia, que mantiene su vigencia y actualidad un siglo después de haberse publicado.

Jesús Lens