‘Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda y esta es una de ellas’

Mark Hellinger, productor y narrador

Vaya por delante que tengo predilección especial y pasión desaforada por una película que atesora, en su poco más de hora y media de duración, toda le ética y la estética del cine negro clásico norteamericano. ‘La ciudad desnuda’ es una obra canónica y diferente que rompió moldes y que, con independencia de su año de estreno, 1948, sigue siendo arrebatadoramente moderna, actual y contemporánea.

En este trabajo vinculamos novelas con películas, además de buscar rastros de otras artes y manifestaciones estéticas vinculadas. En el caso de ‘La ciudad desnuda’, el guion de Albert Maltz y Malvin Wald está basado en una historia original de este último, reputado guionista con más de 150 libretos para el cine y la televisión a sus espaldas, por lo que no está basado en una novela previa como tal.

Sin embargo, el origen más lejano de ‘La ciudad desnuda’ sí hay que buscarlo en un libro. En un libro muy especial y singular con el mismo nombre y firmado, paradójicamente, por un fotógrafo: Weegee.

Nacido como Arthur Ascher Fellig el 12 de junio de 1899 en Ucrania, llegó a Nueva York en 1909, con apenas diez años de edad, cuando su familia emigró al Nuevo Mundo huyendo del hambre y la miseria imperantes en el Viejo Continente.

Desde niño, Arthur desempeñó mil y un trabajos callejeros. Entre ellos, retratista de feria, fotografiando a los niños montando en pony y asistente de un fotógrafo profesional. En 1924 fue contratado como técnico de revelado en la que después sería la United Press, aprendiendo todos los secretos de la técnica fotográfica del cuarto oscuro. Once años después, en 1935, Arthur dejó el laboratorio y se convirtió en fotógrafo freelance que trabajaba, sobre todo, de noche, especializándose en Sucesos.

Así describió sus inicios en el fotoperiodismo de sucesos: “No esperaba a que nadie me diera un trabajo o algo, lo generaba yo mismo. Lo que yo hice lo puede hacer todo el mundo. Lo que hice es tan simple como esto: iba a la comisaría central de policía de Manhattan y, durante dos años, trabajé sin ningún tipo de permiso o credencial. Cuando llegaba un aviso por teletipo, iba al lugar de los hechos, tomaba fotografías y se las vendía a los periódicos. Por supuesto, elegía historias y noticias que tuvieran resonancia”.

La historia de este individuo, portentosa, fue contada en una estupenda película, ‘El ojo público, de la que hablaremos más adelante. Y es que el reportero consiguió, con el transcurso del tiempo, convertirse en el primer fotoperiodista autorizado a tener una radio conectada a la emisora de la policía.

Insomne impenitente, trabajaba de noche y, como tenía un equipo de revelado en el maletero de su coche, era el primero en llevar las fotografías de los crímenes más violentos, los accidentes más sangrientos y los sucesos más espeluznantes a las sedes de los grandes periódicos neoyorquinos que, a la mañana siguiente, abrían sus portadas con las sensacionales fotos de Weegee cuando los cadáveres todavía estaban tan calientes como los cafés de los lectores de la prensa matutina.

Y es que, en muchas ocasiones, Weegee conseguía llegar a la escena del crimen antes que los propios agentes de policía, los bomberos o los sanitarios, tomando fotografías de gran crudeza. De hecho, si el escenario le parecía poco ‘apropiado’, no dudaba en cambiar de posición los cuerpos de los cadáveres para conseguir un mejor encuadre, una mejor composición. Y es que, en aquellos años 40 del pasado siglo, la parafernalia de los CSI todavía era algo muy, muy lejano…

¿Cómo se convirtió Arthur Ascher Fellig en Weegee? El origen del nombre viene de sus tiempos del laboratorio y de su velocidad al revelar las fotos: Mr. Squeegee. Después, como parecía adivinar donde se iban a producir los sucesos, por lo rápido que llegaba, los compañeros le decían que tenía una ouja. De ahí la fusión fonética entre los dos términos y su apelativo definitivo, tan bien aceptado por él, no en vano, le confería un hálito mágico y legendario.

En el año 1943, cinco de las fotografías de Weegee fueron adquiridas por el MOMA, el Museo de Arte Moderno, y formaron parte de una exposición titulada ‘Action Photography’. A partir de ahí le empezaron a llegar encargos de publicaciones tan prestigiosas como Life y una recién nacida revista llamada Vogue.

Y así llegamos al año 1945, cuando Weegee publicó su primer libro de fotografía, titulado ‘The naked city’, cuyos derechos cinematográficos fueron comprados por una personalidad singular de la cultura norteamericana: Mark Hellinger. Su inspiración estética, callejera y naturalista está en la base del primer tratamiento de la historia de Malvin Wald en la que se basó la película de Dassin, en la que se cuenta la investigación del asesinato de una modelo, acaecido en una tórrida noche, en esa ciudad de Nueva York desnudada por la lente de Weegee.

La versión cinematográfica de ‘La ciudad desnuda’ abre con las tomas aéreas de la isla de Manhattan y la hipnótica voz en off del propio Mark Hellinger, que se presenta a sí mismo como productor de la película y narrador de la historia. Un narrador omnisciente que se irá poniendo en la piel de los diferentes personajes, los policías investigadores y los sospechosos del crimen de la modelo, interpelándoles continuamente. No por casualidad, ese primer plano aéreo parece la mirada de Dios y el cautivador verbo de Hellinger, la voz de su profeta.

Se trata de un recurso que funciona muy bien, dándole el toque de objetividad que pide la película. Porque la clave de ‘La ciudad desnuda’ está ahí. En el realismo a ultranza de las imágenes, filmadas en las calles de Nueva York y en el interior real de apartamentos, despachos, oficinas o dependencias policiales.

Y es que Mark Hellinger, cuando hablaba de la realidad urbana de las calles de Nueva York, lo hacía con conocimiento de causa. Nacido en la propia Nueva York en 1903, a los quince años instigó una huelga de estudiantes en su instituto, lo que le acarreó la expulsión… y la excusa para dar por terminada su educación formal. En 1921 trabajaba como cajero y camarero en un club del Village, lo que le permitió acercarse al mundo del teatro y empezar a escribir para la prensa especializada.

En 1923, Hellinger fue fichado por el New York Daily News y en 1925 tenía su propia columna, a la que imprimió un sello tan personal que se convirtió en uno de los columnistas de referencia de Nueva York. Ello le permitió conocer básicamente a todo el mundo, incluidos gángsteres tan reputados como Dutch Schultz o Legs Diamond. A partir de ahí, se convirtió en un escritor todoterreno que lo mismo escribía artículos, columnas y reportajes en la prensa que libretos para Broadway o cuentos para diversas revistas.

Y así llegamos a 1937, cuando Jack Warner le contrató para Hollywood. En 1939 escribió el guion para una película de gángsteres que, todavía hoy, es mítica: ‘Los violentos años veinte’, dirigida por Raoul Walsh e interpretada por James Cagney.

También se centró en la producción cinematográfica, participando en renombradas películas de género negro como ‘High Sierra’ y ‘They Drive by night’, de Raoul Walsh.

Aquejado de una afección cardíaca, Hellinger no pudo alistarse durante la II Guerra Mundial, pero colaboró con el ejército estadounidense como agregado de prensa, escribiendo historias de interés humano sobre los soldados desplazados a diferentes frentes de combate.

Terminada la conflagración mundial, Hellinger produjo otra de las películas esenciales del género negro clásico norteamericano de la que ya hemos hablado, ‘The Killers’. Y así llegamos a la producción de esta ‘La ciudad desnuda’, descrita por un crítico de The New York Times como “una columna periodística de Hellinger escrita en celuloide”, buena prueba de la importancia que tuvo para el productor como compendio de toda su carrera.

También se la describió como “El romance de Hellinger con la ciudad de Nueva York”. Y continúa: “Uno de los affaires más extáticos de los tiempos contemporáneos por sus panorámicas y sonidos, por los movimientos sin descanso de sus habitantes tan singulares y por los olores característicos de las calles”.

La muerte le sorprendió muy joven. Falleció en 1947, a los 44 años de edad por su problemas coronarios, después de terminar su proyecto cinematográfico más personal, eso sí: murió después de ver en su casa el montaje final y definitivo de ‘La ciudad desnuda’.

Como parte integrante del equipo de ‘La ciudad desnuda’ figura el propio Weegee, contratado como consultor de todo lo referente a su aspecto visual, que finalmente estuvo muy emparentado, también, con el neorrealismo italiano, además de con el trabajo fotográfico del ucraniano-norteamericano.

Lo más interesante de ‘La ciudad desnuda’ no es tanto la trama cuanto todo lo que rodea a la investigación en sí: el naturalismo con el que actúan los actores, las técnicas de investigación seguidas por los especialistas, como en la recogida de las huellas o el examen del cadáver o los seguimientos que se hace de los sospechosos, en los que se hace especial hincapié por la cantidad de personal que se requiere: dos personas en turnos de ocho horas. En total, seis personas por sospechoso y día.

Y, por supuesto, los escenarios. Lo más importante de ‘La ciudad desnuda’ son los escenarios. La ciudad de Nueva York, o sea. Sus calles y avenidas. Los muelles de la zona portuaria. Sus callejones oscuros. Sus edificios emblemáticos, como el Whitehall; las oficinas, los apartamentos. Todo el rodaje se hizo en localizaciones naturales, de la consulta del médico a las dependencias policiales.

Lo importante es el paisaje y el paisanaje. Los habitantes de Nueva York. Los cientos de personas que aparecen en pantalla. Las profesiones, los paseantes, los zagales. El interior de los bares, las joyerías, las casas de empeño. Los carros tirados por caballos de los repartidores de leche compartiendo la calzada con los camiones que reparten la prensa.

El ambiente de los clubes nocturnos, de los gimnasios de medio pelo, de los Diner’s en los que se desayuna, se come y se cena. Las tiendas y los comercios. Las oficinas. La vida, o sea.

‘La ciudad desnuda’ es un viaje en el tiempo a la ciudad de Nueva York de los años 40 del pasado siglo. No hay simulación. No hay decorados. No hay recreación. Gracias al trabajo del director, Jules Dassin; y del director de fotografía, William H. Daniels; somos testigos privilegiados de una forma de vivir.

Entre las secuencias más memorables: la de esa madre que reconoce el cadáver de su hija y de debate entre el dolor, la rabia y el resentimiento. Como una Piedad escultórica. Una escena que pone la piel de gallina y convierte los ojos en una minifuente de lágrimas.

Mención aparte se merece la secuencia final de ‘La ciudad desnuda’. La acción desemboca en la persecución del asesino, que huye a pie, desesperadamente, a través de un puente. En este caso, se trata de uno de los puentes emblemáticos de Nueva York: el puente de Williamsburg. Y podremos ver cómo el personaje empieza a recorrerlo, al principio, por esa zona peatonal que decenas de personas la convierten en lugar lúdico y de esparcimiento, como la plaza pública de cualquier barrio. Inmediatamente después acompañaremos al fugitivo por los varios carriles utilizados por los coches. Un poco más adelante, pasará el tren y, finalmente, ascenderemos hasta lo más alto de la monumental construcción de hierro y acero, sintiendo el vértigo del protagonista.

El desenlace de “La ciudad desnuda” es uno de los ejemplos mejor acabados de cómo el escenario y el decorado contribuyen, de una manera decisiva, a contextualizar la trama y a dotar de dramatismo la acción. Era una de las primeras veces que una película se rodaba fuera de los estudios y la aparición en pantalla del referido puente -o del edificio Whitehall de Manhattan, por ejemplo- servía para, sin necesidad de palabras, describir el entorno y hacer avanzar la acción, provocando intensas sensaciones en ese espectador que, por fin, se podía creer que lo que ocurría en la pantalla era radicalmente cierto. O que, al menos, podría serlo.

Insistimos: no es casual que “La ciudad desnuda”, cuya acción transcurre en Nueva York, fuera una de las primeras películas filmadas en el corazón de la ciudad. Ya lo dice su productor, a través de la voz en off que narra la acción, al principio de la cinta, mientras una toma aérea nos muestra la impresionantemente abigarrada isla de Manhattan: lo que vamos a ver es la realidad. Vamos a ver a los neoyorquinos de verdad, la piedra descarnada de los edificios, el caos de tráfico de sus calles, a los niños jugando y a los obreros trabajando. Y, en mitad de todo ello, un crimen. Cometido en el silencio de la noche, cuando los teatros, los bares, los restaurantes, los barcos en el puerto están callados, en reposo. Porque Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Y un asesinato nos lo va a recordar…

En mi primer viaje a Nueva York, además de ir al barrio de Queens a ver el interesante aunque altamente insuficiente Museo de la Imagen en Movimiento, tuve la oportunidad de disfrutar de una sensacional exposición de fotografía de, precisamente, Weegee.

Después, el cine ha utilizado en infinidad de ocasiones a las ciudades como platós de cine. Pero haciendo un importante trabajo de diseño de producción que les cambia su fisionomía, para adaptarlas al guion o a la imagen que el director quiere dar de ellas. Por eso, volver a ver películas como ‘La ciudad desnuda’ es un doble placer. Un viaje en el tiempo, como dijimos antes.

Por cierto que el propio puente de Williamsburg ha aparecido en otras muchas películas de género negro y policíaco, como “The French Connection”, “Érase una vez en América” o “American gangster”. ¿Qué tendrá este puente, además de su estética, para atraer la mirada noir de tantos directores?

Un último apunte, este musical, sobre el puente de Williamsburg, antes de viajar a la Costa Oeste. El saxofonista Sonny Rollins, agobiado por la fama y la presión mediática tras su fulgurante éxito, anunció su retirada, tanto de los escenarios como de los estudios de grabación, en 1959. Pasó tres años viviendo de forma discreta en el Lower East Side de Manhattan y, como no tenía ningún lugar donde ensayar, todas las mañanas cogía su saxofón y se iba a tocar al puente. “Pude pasar allí 15 o 16 horas diarias del tirón, en primavera, verano, otoño e invierno, tocando solo”, llegó a decir Rollins en 1962, durante la presentación de un disco que tituló, sencillamente, “The Bridge”, en homenaje a aquellas sesiones de música en solitario. Un disco que, desde el principio, se convirtió en un clásico.

‘La ciudad desnuda’ ganó dos Óscar: al Mejor Montaje y a la Mejor Fotografía en blanco y negro. Una película capital en la historia del cine, como decíamos antes, hasta el punto de haber sido preservada desde 2007 en el Registro Nacional de Cine de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, por ser cultural, histórica, o estéticamente significativa.

Jesús Lens