DIOS ES HOMBRE DE POCAS PALABRAS, de Alberto de Frutos Dávalos
Todos sabíamos por qué estabas ahí. Te habían caído veinte años por matar a puñaladas a un vigilante jurado. Te salió mal, a veces pasa, y nosotros no éramos quienes para juzgarte. Ya lo habían hecho otros. En el patio no decías palabra, y, cuando te asignaron a la biblioteca, guardaste el mismo silencio. El trabajador social tampoco fue capaz de sacar nada en claro, el médico se limitó a constatar que tu estado de salud era óptimo, y los jichos estaban encantados de la vida. Pero nosotros sabíamos que esos humos se te bajarían antes o después. ¿Veinte años sin hablar? No hay Dios que resista esa condena, y eso que Dios es hombre de pocas palabras.
Tampoco se puede decir que tu compañero de celda hablara por los codos. Cuando vio que erais de la misma cuerda, ni se le pasó por la cabeza preguntarte por la foto que pegaste con celo en la pared. Se llamaba Laura. Era tu chica, lo supimos luego, y también que le habías hecho la vida imposible. Cuando bajaste por la rampa hacia el módulo de ingresos, el mundo exterior cerró los ojos y tú te quedaste a oscuras. Pero, la verdad, no pareció importarte.
Tenías derecho a diez llamadas a la semana, pero nunca te pusiste a la cola. ¿Cómo ibas a rebajarte tú a esa espera, tan digno, tan farolero? Nadie iba a verte los sábados, ningún vis-à-vis con Laura o con cualquier otra mujer. Si dejaste familia más allá del nido del cuco, esta había volado sin dejar rastro. Se diría que tu condena confortó a mucha gente ahí fuera, y que, si por ellos hubiera sido, habrían arrojado la llave a un pozo.
Día tras día, mes tras mes, año tras año… La victoria estaba en tus manos. El tiempo pasaba y no te volvías loco, o al menos parecías capaz de camuflar tu locura. No fuimos muy ocurrentes con tu mote. Por ahí va el charlatán, hoy han cacheado al charlatán en su chabolo, mirad cómo el charlatán se come su platanito… Así hasta que recibiste la visita de Laura y de un pelao, Felipe.
Habían pasado cuatro años largos desde tu ingreso. Todos éramos más viejos. Tú empezaste a rejuvenecer.

Te preguntó cómo estabas, le dijiste que bien. Tú le preguntaste quién era el chico y ella te respondió con otra pregunta: “¿A ti qué te parece, capullo?”
Tenías un hijo, entonces. Carne de tu carne. Eras padre, pues. Sangre de tu sangre. Y tu niño se llamaba Felipe y era pequeño y raro. No, qué va. Era un chico normal y corriente, pero a ti te parecía la criatura más rara que habías visto nunca y Laura era la criatura más hermosa que habías visto nunca. “¿Te tratan bien aquí?” “Me tratan muy bien. Voy a la biblioteca y paso mucho rato con las pesas en el gimnasio”. “¿Te entiendes con la peña?” “Tengo colegas, sí. ¿Cómo van las cosas fuera? ¿Y el Pato?” “El Pato murió la semana pasada. El jaco lo mató. Pensé que te gustaría saberlo, he venido a decírtelo”.
Aquella noche, en el polígono –lo supimos luego–, te acompañaba el Pato, aunque fuiste tú quien se bajó al vigilante. Él era incapaz de matar una mosca. Tú lo habías sido también hasta esa noche. Tu mejor amigo desapareció cuando te entalegaron, igual que tu novia, la madre de tu hijo. Veinte años era mucho tiempo. Veinte años hacían de cualquiera una ruina. Tú lo eras. Y nosotros lo sabíamos.
Pasaron una hora contigo y se fueron, no sin antes prometerte que volverían algún día. Pronto. Te cargaron la tarjeta del peculio, y quisiste celebrarlo saqueando el economato: unas cajetillas de Ducados que disfrutamos unos pocos elegidos, y bollos. Te dimos las gracias y, por primera vez en muchos años, no desviaste la mirada.
Poco a poco, el lujo de hablar se convirtió en un vicio para ti. De charlatán pasaste a mudo. La visita de Laura y los manotazos del pelao contra el cristal te habían cambiado. Eras un hombre distinto. Tenías esperanza y recuerdos.
Empezaste a hablar en el comedor y en el patio y el chabolo, en los corredores y las escaleras y hasta debajo de la ducha. Te habían derrotado en la íntima partida del silencio, pero no te importaba. Repasabas una y otra vez aquella noche en el polígono y te lamentabas de tu error. El Pato te pasó las pastillas, un veneno, y él se fue de rositas. Pero ahora el Pato estaba muerto y tú tenías un hijo y, si Laura te daba la oportunidad y volvía pronto, como había prometido, harías que no se avergonzara de su padre.

Quizá Felipe, el pelao, no fuera hijo tuyo, sino del Pato. Quizá tú también lo supieras y, cuando un nuevo recluso –que había pillado jaco a tu socio– lo insinuó en voz alta en el comedor, te ahorraste el cinquillo de aviso. ¿Qué importaba que fuera tuyo o no ese mocoso? ¿Qué importaba inventarse un pasado o un futuro, cuando el presente te estaba chinando a cada rato? ¿Qué importaba todo si, pasados los años, la Junta de Tratamiento te concedió tu primer permiso por buen comportamiento? Te estaba reinsertando un sueño, de acuerdo, pero ¿por qué ibas a despertar?
En tu primera salida fuiste con Laura y Felipe al parque de atracciones. Probaste el tifón y la lanzadera, el aserradero y los vagones locos, viajaste a los rápidos y los fiordos. Comisteis en el merendero, bebisteis una yarda de granizado. Alguien te reconoció, nadie supo dónde, e hizo una llamada. A la salida, un chico se acercó a ti con un revólver 38 especial de cuatro pulgadas.
Tu hijo, o el hijo del Pato, se dobló sobre tu cuerpo como una cuchara en manos de un ilusionista. Lloraba y tenía miedo.
El hijo del vigilante salió corriendo.

* El autor de la fotografía ganadora es Rafael Martín